Estampas

Situaciones, momentos, circunstancias que quizá valga la pena considerar.

No cabe la menor duda. Cada foto ha salido de lo más profundo de nuestra mente, allí donde anidan eternamente los recuerdos más cálidos, aquellos que sostienen la esperanza de un mundo bueno. Es nuestra mente la que va moldeando las imágenes, la que apretó el disparador de la cámara o el vídeo hace cuarenta o cincuenta años, para que hoy aflorara la emoción intacta, fresca, virginal. Es nuestro sentimiento de hoy el que ayer encuadró con precisión de cirujano, porque ya sabíamos anticipadamente lo que muchos años después nos elevaría sobre un mundo imperfecto, artificioso, egoista y falaz.

estampas puebTodo se reconstruye hoy con precisión microscópica, pero el campanario de la iglesia parroquial lucía grietas como troneras simuladas, cuando yo vivía en el callejón de la Pompa. Por entonces las calles tenían el piso de tierra, con exquisitas incrustaciones de pedrería lacerante que castigaban de manera inmisericorde nuestras infantiles rodillas. La abuela Marina, omnipresente, silenciosa y grave, la Dolores del Rano, inquieta y bondadosa, la Rosario del Cojo, la María y sus hijas, la abuela Roselana... Todas ellas habían superado de manera ejemplar su cuota de sufrimiento circunstancial. Finales de los cincuenta: las saeteras del campanario venían a espejar la imagen de una sociedad al límite, dañada y aturdida por la interminable posguerra, que apenas sobrevivía gracias al trabajo extenuante en el campo, el estraperlo, la cría del "capillo"... Hasta los más pequeños, con seis o siete años participábamos fatigosamente. No tengo noticia de traumas insuperables que derivaran de aquella tierna implicación.

Las imágenes de aquellos años aún se arremolinan con frescura en mi memoria. Supongo que si ellos, nuestros padres, consiguieron sobreponerse a esos tiempos fue porque nos veían corretear incansables por aquellas callejuelas irregulares. Tan huesudos, tan vivarachos, tan vulnerables. Nos miraban a los ojos e inevitablemente proyectaban un futuro superador de sus miserias, más equitativo, más confortable. Probablemente fue esa visión la que mantuvo encendido su sueño y les sumistró el combustible que precisaban aquellos madrugones de jornadas perennes, de semanas infinitas.

Nada es lo que fue. El skyline de nuestro pueblo tampoco es el mismo. Personalmente me resulta indispensable contrastar las imágenes. No puedo considerar una esquina, una calle, una perspectiva cualquiera sin visualizar la imagen paralela de hace medio siglo. ¿Y nosotros? "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos", decía Pablo Neruda. Es la manera poética de expresar aquello de que "nadie se baña dos veces en el mismo río" como hace casi tres milenios observó el filósofo griego.

"¡Metafísicas!", señalaréis con despego. Pero es la esencia misma de nuestra condición humana. Un niño de ocho años tira pesadamente del ramal de un animal que trasporta unos corvos con patatas. Estamos a principios de los sesenta, bajo el sol implacable del mediodía de julio. El ritmo es lento y una hora larga de camino en soledad da para pensar con calma y para atisbar el paisaje. Poco antes de llegar a la cuesta del molino alza la vista y contempla lo que queda de los muros del convento de los carmelitas. Archiva esa imagen, con la responsabilidad desmedida, el sol abrasador, el resuello del animal, los tábanos que rondan susurrantes, la frescura intermitente y jovial del agua de las acequias, el saludo ensimismado de los caminantes, su propia incertidumbre, su esperanza... "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos". Pero tenemos historia y estamos obligados a transferirla.

Así es como lo recuerdo.

La cripta del convento que hemos ido viendo acomodarse a los tiempos modernos, a la fiebre turística. De monestampas pueb2aguillo ya estaba familiarizado con los muertos, con los entierros y el duelo —aquellos días gélidos de "todos los difuntos", de responsos inacabables en latín que el párroco saldaba con un quilo de castañas—. Ya a los ocho años descendíamos con agilidad al subterráneo para acompañar a los ocasionales visitantes. Allí se amontonaban, impúdicos, los cadáveres momificados de unos cuantos frailes y también el de una mujer con un niño en su regazo. Nunca nos impactó demasiado aquel espectáculo, por repetido.

Aún me resultan familiares las calles y algunos de sus rincones más entrañables. La placetica que encontrabas al subir la cuesta del postigo, los aperos junto a la puerta de la cuadra, la estrecha línea de sombra que buscabas siempre con avidez cuando te desplazabas en la hora inclemente de la siesta. La mente incansable remata, inevitablemente, esas imágenes con las figuras enlutadas de las mujeres de entonces, de nuestras tías, nuestras abuelas, nuestras madres, conversando en la puerta o transitando de manera apresurada. Es la insinuación de esos escenarios y de esa memoria la que confiere a las fotos un valor inapreciable. El paisaje exterior es puro aderezo, la espléndida visión del asilo y de las huertas circundantes, aún en cultivo. El perfil majestuoso del Pilancón, plagado de fábulas inverosímiles y misteriosas. Son el marco de un cuadro intimista, emotivo, personal, imperecedero.

Ocurrió hace casi veinte años.
estampas 100mlHe omitido deliberadamente los detalles de la cogida por respeto a las personas implicadas. Tampoco estoy interesado, por carecer de datos, en el análisis de los precedentes que dieron lugar a este suceso, con seguridad previsible y fácilmente evitable, si se hubieran adoptado a tiempo las medidas necesarias. Es lo que se viene haciendo con escrupulosidad en los últimos años. Decía Einstein que las personas inteligentes resuelven problemas, pero es propio de los genios evitarlos. La cuestión es que si no llega a presentarse el hipotético problema, nadie merita nada a costa de su resolución. Quizá sea por eso por lo que nos aprestamos más a resolver que a prevenir.
Yo estaba allí, grabando "la entrada" y, una vez más, el material obtenido, se precipita de manera insoslayable, en reflexión personal. Dicen los psicólogos que el cerebro humano tarda aproximadamente cien milisegundos en reconocer una palabra o tomar una decisión en situaciones de urgencia máxima. La mayor parte de las veces nuestra decisión es subconsciente y en ocasiones errónea. El novillo arremete de manera abrupta sobre la verja y los concurrentes más próximos se ven obligados a decidir en una fracción de segundo sobre algo que puede costarles o condicionar la vida. La decisión es instintiva y suponemos que nuestra dotación neurobiológica, depurada por millones de años de evolución en entornos manifiestamente hostiles, nos permite llevar a cabo esas tareas con solvencia. Y es cierto lo primero, pero no siempre lo segundo.
Si observamos atentamente la viñeta 3, dos de los espectadores toman decisiones claramente antagónicas en las mismas circunstancias de tiempo y lugar y ante idéntica amenaza. El espectador masculino (de negro y blanco) inicia su huida hacia la derecha; el femenino (rojo y negro) hacia la izquierda hasta cruzarse fatalmente con la trayectoria del toro. Lo que me llama la atención no es la circunstancia concreta que reflejan las imágenes —espero que no hubiera consecuencias personales—, sino la dispar interpretación de datos aparentemente objetivos, porque es un aspecto clave de nuestra existencia. Constantemente estamos tomando decisiones que condicionarán nuestro futuro y el de quienes nos orbitan. Cuando profundizamos en una idea, cuando decimos sí o no a las sugerencias o peticiones de los demás, cuando nos adherimos a una posición, cuando optamos... Algunas se revisten de un aire dramático que nos intimida; otras parecen banales, pero es el transcurso de los años el que revela, a posteriori su trascendencia y el modo como han potenciado o limitado nuestro devenir. Algunas pueden rectificarse, pero la mayoría tienen vida propia. ¿Nos ayudaría la reflexión o el entrenamiento a evitar los errores? No siempre. En primer lugar porque se requeriría tiempo y la carencia del mismo es una de las propiedades de la premura con que suelen presentarse. En segundo lugar porque siempre hay otras fuerzas en curso que escapan desgraciadamente a nuestro control. ¿Qué fue lo que llevó al toro a iniciar un brusco viraje a la izquierda y embestir la verja tras la que se refugiaban los afectados? En caso de no haberse cruzado sus trayectorias, ¿no hubiera focalizado su empeño el animal sobre cualquier otro espectador? ¿Salvó el episodio que reflejan las imágenes la vida de alguna otra víctima potencial?
La cuestión es tan peliaguda como el debate acerca de la casualidad y el destino y no me toca a mí dilucidarlo. Yo sólo revisaba algunos materiales, he encontrado esto y le he dado a la manivela de pensar. Con la esperanza de ayudarte y de que me ayudes tu también.

En los últimos 40 años, cuánto no habrá cambiado la vida en mi pueblo. Es el período de tiempo que media entre estas capturas y el momento actual. He seleccionado algunas que ejemplifican la dedicación primorosa a todo aquello que había sido, hasta entonces, la fuente básica del sustento. Abandonadas las acequias a su suerte, con la hierba enseñoreándose de las huertas que nadie cuida y las olmas semiderruídas, es otro muy distinto el paisaje que ahora contemplamos, son otros los medios de supervivencia y muy diferentes las fisonomías. No puedo menos que acordarme de Don Edwards y de su desgarradora balada "Coyotes".

estampas 40a"Te contaré una historia antigua,
de cuando el campo era limpio y salvaje,
y nos sentábamos afuera,
bajo las estrellas de la Vía Láctea..."

Mirando esas mismas estrellas he dormido algunas noches de mi infancia, bajo el "granao" de "La Mina", en donde teníamos unos retazos mínimos y discontiguos de tierra. El cielo, mi madre y yo, pendientes del turno de riego que nunca llegaba antes de la madrugada. Aún siento en la piel el frío del amanecer lechoso y la impotencia de mis siete años cuando intentaba cambiar los estajaeros.

Parafraseando al poeta podría decir que mi infancia son recuerdos de la vega de Liétor. Miro las fotos de ayer y miro el paisaje de hoy. Si nuestros padres y nuestros abuelos levantaran la cabeza difícilmente entenderían la transustanciación que en pocos años ha tenido lugar: un espacio noble, que creían eterno, depositario de tantos esfuerzos e ilusiones, profanado por la modernidad y convertido en mero instrumento de ocio.

La canción concluye de manera dramática. Aquel cowboy jamás se adaptará a los nuevos tiempos, le pierde la añoranza. Un buen día fija su vista en algún punto del lejano horizonte y se marcha: "ya no hay lugar para un hombre como yo en este mundo de asfalto y acero".

¿Seguro? ¿Es el aullido de los coyotes lo único que quedará de nuestro pasado? ¿Qué será del paisaje y de nuestra mirada, de aquella manera de ver la vida que tan laboriosamente hemos aprendido de nuestros antecesores letuarios?