Hace no mucho tiempo publiqué un post sobre Rafael en el que citaba el libro de memorias que acababa de autoeditar. La referencia era entonces marginal porque el objetivo de aquel artículo no era otro que el de divulgar los trabajos en madera que había ido realizando con primor en los últimos años y que acababa de exponer.
En mis próximas publicaciones de la serie RETRATOS quiero comentar estas memorias y ahondar, en la medida en que me sea posible, en el contexto que reflejan. Rehuiré la perspectiva personalista, porque creo que nos interesan los hechos que describe y su interpretación. Sobre la persona, baste decir que acabó su etapa escolar a los diez u once años, a mediados de los cincuenta, y que desde entonces no ha cesado de superarse a sí mismo hasta culminar una síntesis escrita que evidencia un grado de reflexión y de concreción admirables.
En el día de hoy La Alcadima es una aldea deshabitada. Pero entre mediados de los cuarenta y hasta los primeros sesenta que es el período descrito por Rafael en la primera parte de su libro, albergaba un puñado de familias, emparentadas muchas de ellas, que sobrevivían del trabajo de la huerta y del aporte proporcionado por el escaso ganado doméstico. En su caso había una provisión sustancial de recursos provinente de la dedicación al chalaneo del cabeza de familia y por la cría estacional del gusano de seda.
Su libro nos transporta a un momento histórico social muy específico. Con seguridad nos da para un guión documental sobre la España rural de la posguerra. En un primer análisis de la obra creo que interesa centrarse en dos aspectos especialmente relevantes: la cooperación familiar, el entorno social de la infancia.
He aquí una primera referencia:
"Mi hermano, que era mayor, se dedicaba más a la tierra y yo, en mis ratos libres, a cuidar animales. Compró mi padre tres o cuatro cabras y otras tantas ovejas. Algunas veces las ataba a cada una, con una cuerda, donde había hierba y no tenía que estar pendiente de ellas, pero la mayoría de las veces las llevaba sueltas y tenía que andar con mucho cuidado que no se metieran a los huertos de los vecinos. En la aldea, como he dicho, nosotros vivíamos con mucha faena. Aparte de la tierra, los animales que teníamos: ocho o diez cabras y ovejas, tres o cuatro cerdos, gallinas, conejos, etc. Cada uno fue poniendo su granito de arena".
El granito de arena no lo ponían sólo los hermanos, sino también los parientes que se aprestaban a cuidarse mutuamente en caso de enfermedad o de apuro. Rafael relata cómo su tía Maravillas le salvó la vida en una ocasión cuando decidió —imprudencia infantil— lanzarse al río en una zona profunda, sin saber nadar. Pero los tíos estaban también para acogerte generosa e incondicionalmente cuando surgía la necesidad ensanchar horizontes vitales más allá de aquellos cerros inhóspitos. Difícilmente podríamos explicar el formidable movimiento migratorio interno de nuestro país —y el despoblamiento consecuente de miles de pueblecitos interiores— de los últimos sesenta o setenta años sin tener en cuenta el papel fundamental de los abuelos, tíos o hermanos precursores. Mi propia familia es buen ejemplo de ellos, aunque nuestra "deserción" se produjera a principios de los setenta.
Otro apunte, literal, de su entorno familiar en La Alcadima:
"Yo fui el segundo de cinco hermanos... Mis padres lucharon mucho para sacarnos adelante. Sobretodo mi madre, porque mi padre viajaba con bastante frecuencia. Entonces, mi madre, solo con atendernos ya hacía bastante, la pobre. Porque los cinco nacimos muy "chorreados", nos llevábamos dos años y algo más... Así que estuvo criando de doce a catorce años... y además tenía que ir a regar la huerta. Le "daba la vida" que, cuando mi padre no estaba, mis abuelos y mis tíos que estaban solteros siempre le echaban una mano. Y así fue la pobre, hasta que mi hermano y yo empezamos a aprovechar".
Hay expresiones como pecios y que nos retrotraen inevitablemente a aquellos años. "Le daba la vida" tiene un sentido figurativo específico en la zona. Significa que su madre —y la familia entera— tuvo la suerte ocasional de contar con la ayuda generosa de sus tíos aún solteros. "Hasta que mi hermano y yo empezamos a aprovechar": en un entorno agrario rural, los hijos son una fuente de trabajo imprescindible para la supervivencia del grupo familiar. De ahí el uso del verbo aprovechar, llegar a la "edad de provecho", alcanzar el punto en que uno mismo podía aportar recursos al grupo. Las formas de expresión son como los olores: te teletransportan de inmediato a momentos y lugares que creías desvanecidos para siempre. Muchas de esas maneras de decir las conserva y las utiliza Rafael con asiduidad y es de agradecer; de otro modo se perderían con el tiempo.
No se prodiga en facilitarnos información sobre sus compañeros de juego, pero puedo espigar algunas referencias de valor. La propia naturaleza de las tareas del campo, en las que colaboraba desde sus primeros años, se llevaban a cabo en soledad —atender el riego, cuidar las cabras— o en compañía de sus hermanos más próximos. En algún punto menciona al grupo de niños que se desplazaban a diario, por caminos intransitables, al colegio de Híjar. Dice que eran unos "doce o quince" y hemos de presumir que ese era el total de la población escolar de La Alcadima en aquellos años, excluidos aquellos que por razones de movilidad o decisión parental no asistieran. Muchos de ellos tendrían relación de parentesco en grado diverso y las edades probablemente diferían en un rango de hasta seis o más años. El grupo quedaría ensanchado con la presencia de los escolares de Híjar y de otras aldeas próximas hasta un número próximo —probablemente— a la treintena. Este fue el verdadero y determinante entorno sociológico que condicionaría el devenir de Rafael, como lo ha hecho con cada uno de nosotros, aunque no aporte demasiadas noticias del mismo. Nos dice que tenía iniciativa y decisión, y que don Isidoro era un censor implacable —y odioso— de cada uno de sus desvaríos, pero también nos habla del carácter impresionable, sufridor, emotivo y protector de su hermana mayor.
No puedo pasar por alto la descripción de los juegos infantiles:
"Por las tardes, sobretodo con buen tiempo, nos juntábamos allá en un descampado todos los críos y nos inventábamos cualquier juego... Por ejemplo el caliche, que era un canuto de caña, bien recortado por las dos puntas. Lo poníamos de pie y en la parte superior poníamos cada uno una perra chica... El juego consistía en tirarle con una rayuela a una cierta distancia y aquel que lo volcara se llevaba todas las perras... Nunca se me daba mal, siempre fui con picardía, me hice una rayuela más grande que los demás y, si se descuidaban un poco, me adelantaba un paso para estar más cerca del canuto..."
Y ahora habla del juego de "los santos":
"... con tapas de las cajas de cerillas. Se las arrancábamos y cada uno se hacía su propia colección. El juego consistía en que, en una pared cualquiera, poníamos una señal a setenta u ochenta centímetros del suelo. Desde el punto señalado en la pared se dejaban caer [los santos] uno tras otro y cuando uno caía encima de otro que hubiera en el suelo, ése se los llevaba todos."
Picotear en la red de relaciones grupales en una ambiente escasamente poblado como era el de la escuela de Híjar o los escolares de La Alcadima, tiene su interés y su peculiaridad. Porque todos nosotros contamos con experiencia personal del trenzado relacional de nuestra propia infancia, pero no es lo mismo Liétor que Híjar. Dice Rich Harris ("El mito de la educación") que "la socialización, el desarrollo de la personalidad y la transmisión de la cultura se producen del mismo modo y en el mismo lugar: en el grupo y a través de los compañeros. El mundo que los niños comparten con sus compañeros es lo que forma sus conductas y modifica las características innatas. Y todo ello determina el tipo de personas que somos cuando crecemos".
Es una aseveración explosiva, la de Judith Harris, porque contraviene una de las creencias más extendidas en estos tiempos de familia ultranuclear: la creencia de que son los padres y la institución escolar los que condicionan esencialmente la personalidad del adulto. Ni una cosa ni la otra. Seguiremos hablando de todo ello, a la luz de los datos que nos aporte Rafael sobre su adolescencia, en próximas entregas.