En el vestíbulo, bajo un cuadro de una carga de caballería, entre una orden manuscrita y enmarcada del estado mayor del Ejército francés –España, 1809– y un busto de bronce del Emperador, tengo un sable de coracero bruñido e impecable...

Eso dice Arturo Pérez-Reverte en la introducción a su artículo en El Semanal del pasado día dos de Enero (Noventa y cinco centímetros).

Wtools 01 aTambién yo tuve algunas de esas cosas, un revólver oxidado que encontré revolviendo entre las ruinas del molino viejo, un pistolón del siglo XVIII, muy bien conservado cuyo origen no recuerdo, un puñado de monedas antiguas, algunas de ellas romanas, otras de la II República y de principios del XIX, que fuí acaparando cuidadosamente a lo largo de mi infancia. Un buen día, a mis catorce años, cuando volví al pueblo de vacaciones, me encontré con el rincón vacío. Mi madre me informó con manifiesta ingenuidad que lo había dado a unos gitanos a cambio de un par de sábanas blancas. Y se mostraba satisfecha del trato:

- Eso no valía nada, Antonio. Y las sábanas nos vienen muy bien.

Nunca tuve ocasión de exhibir aquellos trofeos en ninguna parte. Me acuerdo de que limpiaba, engrasaba y cuidaba con esmero todas las piezas. Y me acuerdo de la pesadumbre que me invadió cuando supe cómo se habían esfumado.

Supongo que fue esa experiencia y algunas posteriores las que me sirvieron para entender que no vale la pena atesorar objetos. Quizá por eso me impactaron tanto los versos de William Morris:

Come, join in the only battle wherein no man can fail,

Where whoso fadeth and dieth, yet his deed shall still prevail.

 Wlegon1 aCreo que aprendí a valorar y pretender otros objetivos. Pero algunos elementos materiales quedan entre los restos del naufragio. Uno de los más preciados lo reproduce la fotografía que encabeza este post. Lo utilizaba mi padre para guardar sus herramientas. Pueden apreciarse un par de leznas, algún clavo y un destornillador rudimentario. También una caja de cerillas. La parte inferior de la lata que sirve de contenedor está agujereada, seguramente porque se hubo de utilizar como colador en más de una ocasión. Con esas leznas le he visto coser espuertas y serones de esparto o remendar la albarda y los corvos, sentado junto a la lumbre en las noches largas de invierno o a la puerta de casa, sobre una silla de anea cuando venía el buen tiempo.

Estoy especialmente orgulloso de haber recuperado un antiguo legón, el único que le he visto utilizar y que también yo utilicé, ocasionalmente, desde que tuve diez años. Es una herramienta pesada y corta, pero extraordinariamente noble. No puedo ponerlo en el salón de mi casa, ni siquiera en el recibidor. Lo sigo utilizando para trabajar (he desterrado una azada impersonal e incómoda que compré en alguno de esos grandes centros de jardinería que proliferan por los alrededores de nuestras grandes ciudades). Su mango de madera ha empapado miles de horas de sudor y de esfuerzo. Es hermoso y leal. Y les ha ayudado, a mis padres, a mantener encendida la esperanza de un futuro para ellos y para sus hijos. ¿Por qué lo conservo y lo aprecio tanto?

Porque he vivido con ellos unos tiempos que ahora se antojan lejanísimos y me interesa especialmente saber cómo eran, cómo vivían, cómo se imaginaban la forma del mundo, ... de dónde pudieron obtener el coraje y la inocencia necesarios para sobrevivir sin rencor y no ser manchados por el sufrimiento (A. Muñoz Molina, El Jinete Polaco).