Hace algunos días retiramos de un garaje la antigua máquina de coser de mi madre. Sólo quedaba el "pié", es decir la base de madera y hierro en la que encajaba el "cerebro", obsoleto y mecánico, del artilugio. Algún atolondrado había hurtado, alevosamente, la cabecera. Y le llamo atolondrado por inconsciente y miserable, esos objetos tienen interés en tanto la propia historia emocional les dota de significado personal o familiar. Son, como diría mi admirado Castilla del Pino, "tiradores de la memoria". Pero no es eso de lo que quería hablar.

Bajo el hule descolorido y algo roto que cubría el tablero encontré tres o cuatro cartas de 1973. Una de ellas la había escrito yo mismo, otra la escribió mi hermana y una tercera reflejaba la respuesta de mi madre a la que he referido antes. Las devoré todas con verdadera ansiedad. Una carta de 30 años atrás es una radiografía de nuestra mente y de nuestro corazón en aquel tiempo. Su contenido parece anodido, pero dice tantas cosas. ¿De qué podía hablar un estudiante universitario de 20 años con su madre iletrada? La carta desvela paladinamente una estrategia común para evitar el llamado "choque generacional": tratar de los asuntos prácticos e ignorar el resto. Es una forma sumamente eficaz de superar la decepción que deja satisfechas a ambas partes. Cuando las expectativas son razonables, realistas, no puede darse la frustración y tampoco el resentimiento. Jamás ha habido falta de comunicación con mis padres, simplemente porque, a partir de mis 12 años tenía claro que a ellos no podía hacerles partícipes de ciertos asuntos. Esa sensibilidad parece no existir ahora. Los padres han de ser confesores, pedagogos, mayordomos, criados, amigos... Demasiadas cosas. Creo que al final, sólo somos una referencia respecto a cómo valorar los acontecimientos, cómo desenvolverse en las relaciones con los personas y cómo afrontar el sufrimiento. Y no hacía falta que hubiera "comunicación" en el sentido moderno, para que me transmitieran todo eso y me enseñaran a vivir.